Al fin había llegado al lugar, tras varias y tediosas horas de tren, de las que no vale la pena relatar nada. De dónde habían sacado el dinero para el tren mis padres era un misterio, pero alejé enseguida aquellos pensamientos, a fin de mantenerme activa. Observé la estancia.
Un alto techo abovedado se alzaba sobre mí, imponente, y al fondo unas escaleras conducían a lo que seguramente sería un intrincado laberinto de puertas y pasillos. Sólo con pensar que iba a pasar el resto de mi vida escolar allí me produjo náuseas. Era todo tan... ostentoso, y yo estaba tan poco acostumbrada a aquello...
Me fui a sentar rápidamente, arrastrando mi pequeña maletita sin ningún esfuerzo, al primer escalón de aquella escalera, antes de caerme al suelo. Una vez allí apoyé la cabeza en el mismo escalón y cerré los ojos, jadeando, hasta que dejé de ver puntitos brillantes. Una vez mejor me volví a alzar, meneando la cabeza para desembotarla, y presté más atención a mi alrededor.
No había nadie, por lo que no tenía que preocuparme de mi pequeño numerito. Key, mi pequeño ratón blanco, asomó el hocico de mi bolsillo, husmeando el aire, pero yo lo volví a meter dentro con una exclamación ahogada, no fuera a ser que estuvieran prohibidas las mascotas -cosa probablemente cierta- y alguien lo viera.
Completamente perdida, me quedé allí donde estaba, aguardando a que alguien apareciera y me dijera lo que tenía que hacer.